Sobre Coherencia, Frontalidad y el Derecho a Saber la Verdad
¡Ah, las maravillas de la era digital! Donde las amistades se construyen a base de mensajes de WhatsApp, audios semilargos y emojis estratégicamente colocados. Y yo, en mi infinita buena voluntad, creí que un intercambio constante de mensajes equivalía a una amistad sincera. ¿Ingenuidad? No. A eso se le llama amabilidad — y, al parecer, ciertas personas la confunden fácilmente con oportunidad.
Fui coherente en mis palabras, constante en la comunicación y genuina en mis intenciones. Compré un regalo para la sobrina de alguien que aún no ha nacido. Sí, porque incluso sin conocer a nadie personalmente, me aseguré de pensar en los detalles. Actué con consideración, como lo hacen las personas que se preocupan. Mientras tanto, el destinatario de mi generosidad se preparaba tranquilamente para su próximo viaje a un país de América Latina. Prioridades, claro.
Pero retrocedamos un poco. Cuando él comenzó a insinuarse conmigo, hace aproximadamente un año, le pregunté directamente si estaba casado. La respuesta fue digna de aplausos (irónicos, por supuesto):
“La última mujer que mandó en mí fue mi madre y yo tenía 14 años.”
Ridículo. Intentó parecer ingenioso, rebelde, inmune a cualquier tipo de vínculo — cuando, en realidad, solo estaba preparando el terreno para el espectáculo que vendría después.
Lo que no quiere decir que no tuviera novia — porque eso, honestamente, jamás podré saberlo. Y probablemente nunca lo sabré.
Y resulta que, por casualidad — en una pregunta lanzada casi en broma — descubrí que, en realidad, estaba casado desde hace meses. No por valentía de su parte, sino por una pregunta que hice simplemente porque me apetecía. Es decir, la verdad apareció por accidente. No por frontalidad. Si no hubiera hecho esa pregunta, probablemente hoy estaría deseando felicidades a toda la familia, aún ilusionada.
Cuando alguien dice querer recibir regalos, pero nunca proporciona su dirección, algo está mal. Cuando le regalo un presente de cumpleaños en octubre y, en mi propio cumpleaños, no recibo siquiera una llamada, un mensaje, un mínimo gesto de cortesía, todo está dicho. O mejor dicho, debería estarlo.
Y sí, decidí no entregar los regalos. Porque el presente en cuestión — repito — era para una niña que aún no ha nacido. Y habría sido entregado, muy probablemente, en nombre del tío (él), o peor aún, en nombre de la mujer con la que está casado. Y eso, por más que intente relativizarlo, sería participar en una farsa.
Como las mentiras ya han sido tantas, sé bien que esta sería solo una más — conmigo en el papel de figurante bienintencionada.
No entrego porque tengo principios. Porque tengo autorrespeto. Porque hay un límite entre ser buena persona y ser un adorno en la trama de otros. Porque mi generosidad tiene valor — y no es moneda de cambio para teatrillos emocionales mal escritos.
Fui engañada por un chico de 30 años. No por ser ingenua — sino por ser amable. Y no solo conmigo: también con un amigo mío en común, que fue igualmente manipulado. No se trata de dolor. Se trata de lucidez. De despertar, escribir, cerrar el ciclo — y seguir adelante.
Este texto no es para él. Es para mí. Para recordarme que quien miente por omisión también miente. Que no toda la educación y gentileza del mundo deben desperdiciarse en quien no tiene el valor de ser honesto.
Y si algún día él lee esto, que sepa:
quien calla, no otorga — solo se aleja. Y quien usa medias verdades, no es mitad verdadero. Es totalmente falso.
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